
En los tiempos de mi niñez, solía salir a jugar todas las tardes con mis vecinos; explorábamos casas abandonadas, jugando a que habían tesoros escondidos, o a los casafantasmas. Trepábamos los árboles del parque y comíamos moras y manzanas. Nos montábamos en nuestras bicicletas, y recorríamos las calles de nuestro barrio con total libertad. En esos tiempos no recuerdo haber tenido ningún sentido del tiempo; era una alegría y una magia incomparable. Llegaba a casa llena contenta y llena de energía, y esperaba con ansias al siguiente día para volver a salir a jugar.
Las cosas en mi época adulta cambiaron radicalmente. Una vez que entré a la universidad y sobre todo al mundo laboral, me veía forzada a llevar una cuenta más formal y más densa del tiempo. Todo se estructuraba en interminables horarios, una materia tras otra… una junta tras otra. La cuenta del tiempo se volvió un cuenta gotas de mi existencia. Comencé a odiar a los lunes y amar a los viernes. Los viernes por la noche se sentían como en mis tiempos de niñez, como un escape de la realidad y del tiempo, y me enfocaba sólo en el disfrute. La pintura cambia cuando se llega el domingo por la noche y esa sensación de libertad se convierte en una prisión mental de saber que al día siguiente me esperaba otra jornada larga de trabajo.
Cuando trabajas en algo que no disfrutas, se vuelve un reverendo infierno. Al inicio no te das cuenta de ello, pero al pasar el tiempo y al seguir día tras días la misma rutina, si lo que haces no tiene una pasión intrínseca, o no se siente como un juego, se vuelve una tortura. Cuando haces algo que no amas no le encuentras ningún significado. Es uno de los estados máximos del sufrimiento.
Alan Watts, famoso filósofo Americano dijo que uno de los errores más grandes de la humanidad es hacer una división entre el trabajo y el juego. ¿Cuál es el sentido de hacer esa separación? En nuestra vida adulta se nos enseña que primero tienes que trabajar, para ganarte un sustento que te pueda permitir en tu tiempo libre (si es que te queda algo), hacer lo que te gusta o tu hobbie. Sufrir para merecer, parece ser el legado que queremos seguir y el que seguimos pasando a nuestros hijos. Ve a la escuela, haz la tarea y después puedes salir a jugar, era lo que nos decían nuestros padres. Claro, ahora con la tecnología actual podemos reemplazar el “salir a jugar” con “jugar videojuegos o usar la Tablet”. En todo caso, en muchos aspectos de nuestra vida tendemos a quitar el placer de lo que consideramos trabajo.
Veamos el caso de las dietas. Si alguien quiere perder de peso, una fuente de motivación tiende a ser el decidir que entre semana te “sacrificas” siguiendo una dieta estricta, pero que los fines de semana te gratificas con comer lo que quieras… placer, libertad.
¿Qué pasaría si integráramos las dos cosas en nuestra existencia? ¿Porqué no hacer de nuestro trabajo un placer, y de nuestra comida una experiencia de disfrute?
Ese es el secreto de los grandes chefs, los grandes empresarios, los legendarios deportistas y artistas: los que realmente trascienden lo que conocemos como éxito tradicional; fama, dinero y reputación; la mayoría de estas personas ven la vida y su trabajo como un juego, un juego que pueden disfrutar plenamente; perderse en su actividad como si el tiempo no existiera, sin sentir ansiedad por el resultado y simplemente gozar del placer de la existencia mediante la expresión del juego. La vida es una ilusión, y nuestra mente es nuestra mayor prisión.
Matiza tus actividades diarias con la chispa del juego. Volvamos a jugar con nuestra mente y alma de niños: el pasado y el futuro no existen y no importan. Sólo queda el presente y al sumergirse en el presente disfrutamos de la vida en total plenitud.